Texto: Deftone
Fotografías: OCESA / Liliana Estrada
La noche del 25 de junio de 2025 quedará inscrita en la memoria colectiva como el retorno ceremonial de Enrique Bunbury a la Ciudad de México, en un Estadio GNP Seguros que vibró con cada acorde, cada verso, cada silencio tenso y necesario. Bajo una lluvia caprichosa que horas antes amenazaba con empañar el ritual, el cielo decidió abrirse justo a tiempo. Tláloc —al que Bunbury agradeció desde el escenario— concedió una tregua para que el Huracán Ambulante pudiera desplegar su energía eléctrica sin restricciones. Y así fue: una tormenta emocional que recorrió dos décadas de ausencia y que reconectó a un artista con su público en una noche mística, brutal y profundamente íntima.
El recinto recibió a más de 60 mil asistentes que, desde temprano, llegaron preparados para el aguacero y la euforia. Impermeables improvisados, paraguas y botas contrastaban con ojos delineados, labios rojos, tatuajes con frases de canciones y atuendos que parecían rendir culto al glam rock y la melancolía barroca que Bunbury ha convertido en estética. A las 21:29 h exactas, la oscuridad cayó como un telón y el grito fue unánime. El escenario se iluminó con destellos rojos y violetas, y en el centro emergió él, enfundado en un traje escarlata y sombrero negro. Bastó una mirada y un ademán para que el Estadio entero se sometiera. “El club de los imposibles” abrió el concierto con una contundencia casi mística: el huracán había tocado tierra.
Desde los primeros temas fue evidente que no se trataba de una gira más. Esta era una invocación de memoria, deseo y reafirmación. Bunbury desplegó un setlist que combinó lo esencial de su etapa solista con cortes de su más reciente trabajo, Cuentas Pendientes, sin buscar la nostalgia fácil, sino el eco perpetuo de una identidad en constante metamorfosis. “Hombre de acción”, “Despierta” y “De todo el mundo” demostraron que el presente es igual de filoso que el pasado, y que la voz del aragonés no ha perdido un solo gramo de filo. Se sostiene firme, como puño de terciopelo, como látigo que sabe cuándo acariciar y cuándo herir.
El diálogo fue mínimo, pero certero. “Bienvenidos. El Huracán Ambulante en la Ciudad de México”, dijo en un tono que no requería más florituras. Luego, ya avanzada la noche, cuando el estadio entero parecía levitar con “Lady Blue”, soltó: “¿Se tienen que levantar temprano mañana? No se vayan, todavía hay más”. Y hubo más. Hubo piel erizada, hubo silencio reverente durante “El extranjero”, hubo catarsis colectiva con “Las chingadas ganas de llorar”, y hubo una implosión lírica en “Infinito”, cuando las luces de los celulares encendieron el cielo como constelaciones urbanas. Una comunión entre lo cósmico y lo humano.
La banda —milimétrica, poderosa, elegante— respondió con precisión quirúrgica a cada cambio de atmósfera, desde los pasajes densos y oscuros hasta las explosiones viscerales. Con ellos, Bunbury se mueve con la seguridad del alquimista que ha vuelto a la fórmula original para encontrar nuevos significados. Y entonces llegó “Maldito duende”, esa canción de su otra vida, de ese pasado que aún respira en los márgenes del presente. El estadio estalló. No hubo resistencia posible. El coro fue universal.
El cierre llegó con “Serpiente” y “El camino del exceso”, dos piezas que funcionan como declaración de principios y epitafio de una noche inolvidable. Sin bis forzado ni exageración escénica. Solo la certeza de que todo lo dicho era suficiente. No hubo fuegos artificiales. No los necesitaba. La pirotecnia estaba en las gargantas rotas, en las lágrimas discretas, en la vibración del concreto que pareció absorber cada nota para no dejarla escapar.
Enrique Bunbury no volvió a México. Porque en realidad nunca se fue. Solo se retiró a los márgenes del mapa para trazar nuevas rutas. Y esta gira, este Huracán Ambulante, no es un regreso: es una confirmación. De que el arte no necesita explicación cuando se entrega con verdad. De que la voz que sabe mutar permanece. Y de que hay conciertos que no se ven ni se oyen: se sienten en la piel como la lluvia que cae sin permiso, pero con sentido.
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